Por Carola Álvarez.
Stella es la protagonista de la película “Aprender a soltar”, una mujer que refleja a todas esas madres que se han olvidado de su propia identidad por estar sumergidas en maternidades “perfectas”, intentando cumplir con expectativas a ratos irreales de control. Ello genera un fenómeno en donde se olvida la coparentalidad y la inclusión de la pareja en las labores de cuidado de los hijos.
Esta historia me ha recordado mucho un concepto que se ha repetido bastante en muchas mujeres: la carga mental. Ésta consiste en la conducta de las madres de llevarse todo el peso de las tareas de la casa como de la crianza, evitando un trabajo colaborativo junto a su pareja.
En una parte de la película, Gustav, el marido de la protagonista, comenta que él no se siente implicado en el cuidado de sus hijos porque ella no le abre la puerta para que pueda hacerlo. De esta manera, salen a la luz los temores que tienen las madres por soltar el control y no querer compartirlo. Es precisamente esta la reflexión que esta película nos quiere mostrar: abrazar la fragilidad y confiar en que la pareja también puede hacer las cosas “perfectas”.
Es inherente y esclarecedor comprender esta acción de soltar como un proceso, porque es difícil dejar de lado los estereotipos sociales que dictaminan cómo debiesen ser las cosas que las madres hacen: porque sólo a ellas les resulta, de forma rápida y efectiva. Es un aprendizaje de proceso lento, y por eso requiere no sólo de una acción sino de una actitud constante.
En la película, durante un viaje familiar que realiza la pareja compuesta por Stella y Gustav, se
evidencia que sus diferencias surgían principalmente a raíz de la crianza de los hijos. Ella perdió su identidad por volcarse por entero a ser madre, olvidándose de su pareja. Sin embargo, Gustav toma una posición que tampoco ayuda mucho: silente, evitando construir puentes para poder encontrarse con su esposa y así volverse a enamorar de ella.
A la vuelta de este viaje, la protagonista sufre un cáncer que provoca su muerte sin posibilidades de resolver el conflicto en sí. Sin embargo, la escena final nos permite encontrar de alguna forma una solución a esta situación tan difícil entre las parejas. Gustav entra a su hogar y realiza una acción semejante a lo que haría su fallecida esposa –acomoda de forma meticulosa los zapatos-, lo que representa que él también intentaba hacer las cosas perfectas, por lo que bastaba realizar sólo un pequeño gesto de confianza, para darse cuenta que esta tarea de hacer familia requiere de ambas manos y no de un solo pilar.