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Por Angélica Saavedra.

Poco se habla de lo difíciles que son los primeros años en las carreras de la salud. En mi caso, los inicios como psicóloga no han sido fáciles. Siempre he considerado que la psicología es una profesión que exige una gran vocación: demanda un esfuerzo y una perseverancia constantes. 

Me gusta pensar que los psicólogos somos, de cierta forma, emprendedores. La cantidad de horas que dedicamos al trabajo depende de nosotros; y tenemos la posibilidad de desempeñar nuestra labor de manera remota como presencial, lo que nos brinda la flexibilidad de atender a personas desde cualquier parte del mundo. Además, solemos trabajar en horarios poco convencionales: temprano en la mañana o hasta altas horas de la noche, cuando el resto de las personas suelen descansar. 

Sin embargo, al igual que los emprendedores, nuestro trabajo nunca se detiene. Nos encontramos en un proceso continuo de búsqueda de conocimiento, con el objetivo de crecer como terapeutas y perfeccionarnos como profesionales de la salud mental.

Cuando egresé de la universidad, me di cuenta de que, a pesar de los cuatro años de teoría y las diversas prácticas realizadas en la carrera, nunca recibimos una preparación adecuada para enfrentar lo que vendría después. 

Recuerdo que, en una charla a fin de año, un profesor nos dijo: “esa inseguridad que sienten ahora, acerca de qué hacer o no hacer, sobre cómo ayudar al paciente de la mejor forma y qué intervenciones aplicar en diferentes casos, NUNCA desaparecerá durante el tiempo que ejerzan como terapeutas. Esta profesión implica una formación continua, y pueden optar por petrificarse ante la incertidumbre constante que conlleva, o pueden tomarla como un desafío. Una sensación incómoda, sí, pero que les permitirá seguir creciendo como profesionales”. 

Al escuchar estas palabras, me cuestioné: “¿Nunca me sentiré segura con mis conocimientos y mis capacidades como terapeuta? ¡Qué tipo de discurso motivacional es ese!”. 

A pesar de ello, hoy comprendo a qué se refería mi profesor, pues esa inseguridad me acompaña constantemente. No obstante, lejos de paralizarme, me motiva. Cuando aparece esa incertidumbre, la utilizo a mi favor: investigo, estudio, consulto con mis colegas, comparto experiencias, me superviso, leo y realizo todo lo necesario para encontrar el camino que más me convenga para abordar casos desafiantes.

Gracias a esta inseguridad, también he aprendido a valorar profundamente el trabajo en equipo y la importancia del apoyo mutuo dentro de la comunidad que brinda mi querido Centro Al Alma. Sin mis colegas, sería mucho más difícil manejar esa incertidumbre. El equipo se ha convertido en mi principal red de apoyo: me orientan, me escuchan, me ayudan, me contienen y validan. 

Sin embargo, lo que más valoro es que me motivan a confiar en mí misma y en mis capacidades. Me reafirman que, pase lo que pase, siempre estarán a mi lado para sostenerme si cometo un error y para celebrar conmigo cuando mis pacientes logren avances.

Por otro lado, esa misma inseguridad me ha permitido descubrir el poder del vínculo entre el terapeuta y el paciente, y lo movilizador que este puede ser tanto para el paciente como para el profesional. 

Durante mi ejercicio como psicóloga, probablemente he aprendido más de mis pacientes que ellos de mí. Escuchar sus reflexiones, dudas, opiniones y conclusiones, siempre me sorprende. A pesar de la vulnerabilidad que experimentan al compartir sus pensamientos más íntimos, me brindan acceso a su mundo interior, permitiéndome conocer aquello que los hace únicos y auténticos. La confianza que depositan en mí en esos momentos me hace valorar la dimensión humana del vínculo terapéutico y la suerte que tengo de formar parte de él.

Cierro diciendo que, aunque comenzar como psicóloga clínica es un reto, lo que se recibe a cambio es mucho más valioso que el esfuerzo invertido. A fin de cuentas, obtengo una formación constante, adquiero un conocimiento enriquecedor, pertenezco a una comunidad maravillosa de personas que comparten mi vocación, y, lo más importante, tengo la oportunidad de conocer a personas que, de otra manera, probablemente nunca cruzarían mi camino. Ellos no solo me permiten conocer sus experiencias, opiniones y costumbres diversas, sino que, además, me enseñan a abrir mi mente y a valorar la grandeza del vínculo humano, y el poder transformador que este tiene para movilizarnos. 

Con esta reflexión, espero que quienes se encuentren en terapia psicológica puedan comprender que, a pesar de los esfuerzos y la energía que implica comenzar como terapeuta, esta experiencia resulta tremendamente enriquecedora gracias a ustedes, haciendo que todo el sacrificio valga la pena.

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